Por: Federico Gómez LaraAl momento de pararse en el podio de la convención republicana de 1988, el camino hacia la Casa Blanca del candidato George Bush pintaba complicado. Aun cuando había sido ocho años vicepresidente de Ronald Reagan, un mandatario muy popular, Bush padre parecía no tener acogida entre los votantes americanos. Para ese momento Michael Dukakis, su rival demócrata, lo superaba ampliamente en las encuestas.

Sin embargo, ese día Bush pronunció ante un público enardecido la frase que marcaría su destino político y la historia misma del Partido Republicano: “Read my lips: no new taxes”. Así las cosas, con la estrategia de repetir que no subiría los impuestos, el candidato conservador logró hacerse a la victoria.

Sin embargo, poco después de que Bush asumiera el poder, los bolsillos del Tío Sam ya empezaban a sentir los efectos de la cuestionable doctrina económica de Reagan, conocida también como “trickled down economics”. Esto obligó al nuevo presidente a tragarse sus palabras y a romper su principal promesa de campaña. Bush tuvo entonces que darle la espalda a su partido y buscar alianzas con los demócratas para aprobar una reforma tributaria que, subiéndole los impuestos a los ricos, tapara el hueco fiscal que dejó su antecesor.

A pesar de haber sido un presidente exitoso en varios frentes, entre los que se destacó el manejo de la política internacional, los votantes no le perdonaron a Bush su mentira. Subir impuestos era necesario, pero él había prometido otra cosa. En 1992, cuando se presentó a la reelección, Bill Clinton le ganó por goleada.

Traigo a cuento este episodio en la antesala de la presentación de la tercera reforma tributaria del gobierno de Iván Duque, quien como candidato tanto prometió que no subiría los impuestos, para ilustrar el contraste que existe entre una democracia desarrollada y una como la nuestra. La principal diferencia radica en los votantes. En esas latitudes son ellos quienes se encargan de cobrársela en las urnas a los políticos que incumplen sus promesas. En nuestro país, en cambio, la tierra es fértil para los mandatarios mentirosos. En Colombia son tantas las desgracias que la gente, a la hora de votar, parece no acordarse de todas las veces que le mintieron durante cuatro años.

Hacer el paralelo entre George Bush e Iván Duque resulta sorprendente. El primero llevó a su partido a perder el poder por no cumplir con una promesa de campaña. Habrá que ver si el segundo, que incumple una nueva cada semana, termina llevando al Centro Democrático a lo mismo en el 2022.

En las próximas elecciones, a la hora de marcar en el tarjetón el logo del partido de su preferencia, es importante que quienes antes votaron por Iván Duque recuerden que él les prometió: 1) eliminar la JEP, 2) bajar impuestos y subir salarios, 3) un gobierno austero, 4) acabar con la mermelada, 5) irse a la cárcel si dineros non sanctos entraban a su campaña, 6) un gabinete paritario, 7) tumbar a Maduro, 8) que la economía naranja servía para algo, 9) mejorar la seguridad, 10) reducir significativamente los cultivos de coca y un eterno etcétera.